LAVÍN
(Ya me perdonarán. Este archivo estaba perdido por
esos discos duros que ni el diablo sabía por dónde andaban).
Está enferma una de las perrillas de Lavín, la negra con una
pata canela. Está quieta, acurrucada junto a él y de vez en cuando le da como
una tos o como una náusea. Lavín está muy atareado terminando una de sus
escenas de camino.
Siempre me maravilla lo que saca del envés de un cartón
usado, una caja de galletas o de detergente, y los cuatro bolis que
venden juntos, azul, negro, rojo y verde. Bic naranja, bic cristal, dos
escrituras para elegir, bic naranja escribe fino, bic cristal escribe
normal, bic, bic, bic, bic, bic, tararea entre dientes como casi siempre
que lo pillo en la tarea. En este cuadrillo de hoy va delante una gitana
vieja con una canasta de flores sobre la cabeza, al lado un gitano con su
bastón y un galgo flaco de ojos muy grandes junto a él. Ya detrás, el consabido
carromato.
Lavín me lo dijo un día ‘El carro me sale ya sin mirar, ompare. Y me cubre má de medio cuadro.’ Esa es la verdad. Unas veces le pone en
las varas un caballejo al que hasta se le adivinan las mataduras. Otras
veces se ve claramente que es un burro, que parece torpe y cansino. El
galgo, el borrico, el caballo viejo, pintados con ingenuidad y esmero, los
perrillos que acompañan a Lavín amarrados a las bicicletas denotan una
ternura por los animales que rara vez, o ninguna, le he visto expresar por
ninguna persona.
También, cuando quiere darle mayor patetismo a la escena,
dibuja un carrillo un poco más pequeño y le pone al tiro a un gitano
joven, descalzo, harapiento, doblado hacia delante, todo el sufrimiento de
la carga en su espalda y su cintura. Quizás Lavín se autorretrata sin
proponérselo.
--‘No soy capá de
pintarle la cara en esa postura, ompare. Le echo la mata de pelo p’alante y ya está. A juí.’
Para rematar, luego, como los niños pequeños, dibuja arriba
con un difuminado de rayas finas un cielo azul de un dedo de ancho,
apretando muy suavito el boli para que parezca celeste. Casi siempre
también pinta un sol haciendo un milagro con el boli rojo, porque no tiene
amarillo ni naranja. Si hay algún árbol, lo que es frecuente, pinta unas
inocentes palomas revoloteando, ninguna se posa en el árbol o en el suelo. ‘Las
palomas comen en el suelo’, le comento. Me mira un rato despacioso, como
siempre, pensando un rato lo que le he dicho y otro rato lo que me va a
contestar. ‘Las palomas saben que si se aposan delante de un gitano van al
puchero’. Y no vuelve a hablar en todo ese día.
- - - - - - - - - -
Hoy casi no me ha mirado. Si acaso, me ha conocido sin
levantar la vista más arriba de mis rodillas. Está pendiente de su cuadro
y de vez en cuando mira de reojo a la perra. Le dice muy bajito palabras
dulces, ininteligibles, en un susurro, como a un bebé que se está
durmiendo. La perrilla, ya lo he dicho está con unas convulsiones raras,
de tos, de náuseas.
--¿Cuánto te cobra la veterinaria, compadre?’. Entonces levanta los ojos, azules,
acuosos, y me dice:
-- ‘Si está la más gorda me pide diez lerus, pero de la otra no me puedo fiar. Como se gasta tantísimo en
vestir, que cada día llega hecha un figurín, si ese día tiene un
caprichito y se lo quiere comprar, me puede pedir lo que le dé la gana’.
--‘Hombre, no creo -le digo- te cobrará más si tiene que darle
medicinas más caras o está más tiempo con el animal’.
--Que no, ompare, lo que yo te diga.
Un día, jace ya tiempo por sacarle un
pincho de enreapelo de la oreja
al Zurri me pidió mil pelas’.
--‘Pero mil pelas es menos de diez euros, Lavín, Te cobró menos que
la gorda’.
Levanta de nuevo la cabeza porque lo de la conversión
monetaria aún no lo llevaba demasiado bien entonces.
-- ‘Bueno, viá
dejarme de parla que quiero terminar esto antes de la novena’.
-
- - - - - - - - - - -
Lavín tiene su “oficina”, quizás sea más propio decir su
estudio, en la puerta del SuperEco.
Ha llegado a un acuerdo con las cajeras y ocupa el poco más de metro y
medio que hay entre la locomotora con cara de sol riente y la
terminación de la fachada del súper. Cuando se montan chiquillos mayores
que no echan la moneda y solo la usan para esconderse, ponerse de pie en
el asiento o simplemente el potreo, Lavín pone cara de muy enfadado y les
dice ‘Ya te estás bajando de ahí’.
--Mira que los chavales de hoy tienen poca vergüenza, ompare. Po cuando les pongo
cara de mala leche se van sin decí ná.
Si acaso te miran y uno sabe lo que te está diciendo sin abrir la boca. Un
día, el rubio tó mellao ese que tiene
al hermano en la cárcel me dijo “¿el tren es tuyo?” y le tuve que decir
una barbaridad. Desde entonces no ha vuelto a montarse. Es que ni aparece
por aquí. Por lo menos, como esté yo. Pero bueno, ya está bien de parla,
que no termino el cuadro este joío’.
Cuando termine, mirando la hora por lo alto que vaya el sol,
dejará la bicicleta con los perros amarrados a una ventana del mercado
municipal, que a esas horas ya está cerrado, le dirá a la argentina del
quiosco – ‘a nadie le digas que le dicen la Boluda, ompare por tus
muertos’- que le eche un ojo a su patrimonio y se irá a la puerta de la
iglesia. Allí coloca cuidadosamente cuatro o seis fotocopias en color de
los mejores cuadros ya vendidos pero no el original que haya terminado ese
día si antes no le ha hecho alguna fotocopia en color. Aparte, aunque no
se nota la divisoria, los originales que no ha conseguido vender en los
días anteriores.
Sólo entonces me doy cuenta de que la perrilla mala no está
amarrada. Los otros dos perros están sujetos a la bicicleta con sus
cuerdas. Por mucho que se repita, aunque lo vea mil veces, siempre me
maravilla el espectáculo de ver a Lavín con sus gorros multicolores, una
gorra de publicidad, un pañuelo viejo como turbante, lo que sea, tapándole
sus greñas medio rubiascas, en su bicicleta con dos transportines, el
delantero de alambre mohoso de ir a hacer la compra y el de atrás, una
enorme caja de fruta de plástico azul sujeta con cuerdas roñosas, cargados
ambos hasta las trancas con todas sus pertenencias y los tres perrillos
trotando detrás. Todas las pertenencias no, la colchoneta la tiene bien
doblada y amarrada debajo del algarrobo de detrás de la gasolinera, con el
saco de dormir dentro.
En los aseos de la gasolinera se lavotea la cara por las
mañanas, da de vientre y deja limpio el inodoro. Sólo el Viejo, un
gasolinero que conoció tiempos de robar gasolina de mil modos distintos,
amigo antes del Fundador y cliente furibundo del Dyc actualmente, le pone
a veces mala cara. Lavín procura tenerlo contento. Un día le regaló un
hermoso cuadrito del camino y el otro le contestó medio de malas maneras,
--‘¿Dónde voy yo a poner esto?, ¿en mi casa? Anda, mejor tíralo a la
basura’.
Lavín ni se inmutó, tomó el cuadro en sus manos como si
fuera algo delicado y ese mismo día por la tarde le trajo de regalo una
hermosa linterna, que ésta vez el Viejo sí se la agradeció.
Sin que nadie se lo diga barre todos los días la gasolinera,
vacía las papeleras y un día avisó a voces que un chaval, jinete de vespino se
iba sin pagar. Otro día entregó en la caja un billete de cincuenta euros,
dobladito que había en el suelo. Al buen rato volvió el dueño angustiado
preguntando si... y los gasolas, que se prometían cervecitas y unas
raciones para todos, se lo tuvieron que devolver. Cuando el hombre ya se
iba, la Pili, la joven gasolinera que tiene la niña autista, le dijo que
era Lavín el que se había encontrado y devuelto el billete.
Lavín no estaba. El tipo se largó.
- - - - - - - - - - - - - - - -
La primera vez que me encontré con Lavín fue en el bar del
Isidro. Hace de esto seis u ocho años. Estábamos los cuatro gatos de siempre a
esa hora. Yo con el periódico del bar, el Isidro y los otros acérrimos
dale que te pego con el fútbol. Noté un olor agrio, fuerte, espeso, y
sentí que alguien se sentaba en el taburete que estaba a mi lado.
-- ‘Una leche manchá
y un bagué con manteca’.
-- ‘No ha llegado el panadero’, contestó, seco, el Isidro.
-- ‘Po dame un durce de esos, pero que no tenga crema’.
--‘Te voy a poner lo que me has pedido, pero el café te lo llevas en
un vaso y te lo tomas en la plaza. Son doscientas setenta y cinco’.
Eran tiempos de pesetas.
A Lavín le fue a salir un gesto de protesta que reprimió en
seguida. Puso una chocolatina de las de quinientas de entonces encima del
mostrador mientras que, en la máquina, goteaba el café en un vaso de
cartón, de esos de propaganda del jarabe americano. Isidro le añadió
leche, la justa, con lo que el vaso no quedó ni medio.
--‘Echame leche hasta arriba y te lo cobras, ompare’. Isidro le llenó el vaso –De ompare nada –musitó entre dientes-- lo puso delante de él junto con
un cruasán encima de una servilleta de papel, le dio doscientas pesetas y
sin abrir la boca, con un gesto desabrido de la cabeza, le señaló la
puerta.
-- ‘Ni que tuviera uno sarna’, musitó Lavín entre dientes.
-- ‘A lo mejor la tienes’, no se
calló Isidro.
-- ‘Mis perros se lavan más que tú’, dijo Lavín mientras cruzaba la puerta,
pero el Isidro hizo como que no le había oído.
Cuando salí, él estaba instalado encima de su esterilla
quitasol de coches, con sus perros y un pico del cruasán a medio comer.
Había aguado el café con leche, lo había echado en un tuperware viejo, les
había migado un trozo del bollo y allí lo lamían los tres perros, tan
felices. Me paré mirando los cuadros.
Al cabo del rato abrió la boca:
-- ‘¿Has escuchao
al tabernero, ompare? Si no le
gustara tanto el dinero ni me dejaba entrar’.
No supe qué decirle. Todo el día estuve dándole vueltas a la
idea de que Lavín podía haber interpretado mi silencio de entonces como un
desprecio más, de tantos como lleva acumulados en esta vida.
A la mañana siguiente lo vi en la churrería de la esquina. Esta
tiene una ventana grande a la calle para despachar los churros y allí
estaba Lavín, aparcada a un lado su bicicleta, los transportines a
rebosar, sus perros esperando y medio balón de colores en la cabeza a
guisa de gorro. Entré en la churrería, pedí un café con leche y le dije a
Lola la churrera:
-- ‘Convida al del gorro, yo lo pago’.
-- ‘Pues buen negocio vas a hacer con el golfo ese’, fue su respuesta.
Tampoco le contesté a Lola sabiendo que me remordería más tarde. En la
cuenta, la churrera me cobró un vaso de leche grande y seis churros.
Lavín hizo como que ni me había visto ni sabía de donde le había caído el
momio.
Cuando salí de la librería de recoger prensa y revista, me
hizo una seña desde la puerta del SuperEco. Me acerco.
-- ‘Gracias por los calientes, ompare. Mañana te convido yo’.
-- ’No vale la pena, hombre, qué mas da. ¿Quien te ha enseñado a pintar?’.
Me mira con sorna.
-- ‘A mí nadie me ha enseñao
ná. La vida me enseña’.
-- ‘¿Cuánto vale ese cuadro?’, señalo una de las escenas que veía
por primera vez.
-- ‘Lo que tú me quieras dar’.
-- ‘¿Hacen dos mil pelas?’, eran tiempos de pesetas, y saqué del la cartera un
billete rojillo de aquellos .
-- ’Desde luego con razón os dicen payos los gitanos. ¿Tú sabes que
payo significa tonto?’
-- ‘ Pues algo de eso me habían dicho’.
-- ‘Ese que tienes en la mano no es un cuadro, es una fotocopia:
cuarenta pesetas por una cartulina especial y doscientas por la fotocopia
en color. ¿Cómo te via estafá más de
mil pesetas? Toma, por las dos mil pelas, llévate este que sí es uténtico’.
Es verdad, el que me estaba ofreciendo está dibujado a bolígrafo
sobre el dorso de una caja de crispis.
-- ‘No se te olvide, ompare. Mañana
tienes el café pagao, y aunque no
me hubieras comprao el cuadro,
también te convidaba’.
- - - -
- - - - - - - - - - - - -
Así se las gasta Lavín. Cuando me paro a su lado sigo
notando su olor agrio, de ropa que se muda muy de tarde en tarde, que
esconde entre sus arrugas esa sustancia parda que huele mal, a orina y
pelo de perro, pero que en el aire de la calle se nota menos. No admite
preguntas. Mejor dicho, contesta cuando le da la gana.
Cuando quiso, me dijo su edad y me contó de su vida algo, "treinta y ocho o treinta y nueve, chispa más o menos. Porque estuve en la
Inclusa hasta los nueve años, eso seguro. Ya casi había aprendido a leer,
pero los números me se daban mu
malamente. Luego me escapé y me recogió mi papa hasta que se murió, que ya
yo era un hombrecete. No quise seguir con la caravana, porque mi papa era
mi papa, pero los demás no me tenían por gitano y alguno no me miraba
bien. Sobre todo los que tenían chiquillas en la flor’. (¿Cómo lo iban a
tener por gitano con esa piel rojiza, con esas pecas, con ese pelo
casi amarillento que debió ser muy rubio, con esos ojos azules que la vida
ha ido enturbiando? ¿treinta y ocho?, yo hubiera dicho que cincuenta y
cinco).
-- ¿Y dónde has andado luego?’ Hace como que no me ha oído y con
el bolígrafo azul va pergeñando una nube detrás de unos árboles
que parecen eucaliptos. ‘Por el mundo’, me dice cuando yo ya no
esperaba respuesta.
-- ‘Llevé la perra a la veterinaria y estaba la gorda. Hasta la pesó y me
ha dao un jarabe para que se lo
ponga en la leche, pero no lo quiere. Lo que me temo es que me aborrezca
la leche. No me cobró ná, ompare, ni
por el bote siquiera. Pero ya el animalito está mejor. Le he dicho a la
gorda que le voy a regalar un cuadro con tres o cuatro galgos corriendo.
Pero pa su casa. Si la otra quiere
cuadros que los compre en la tienda’.
Puedo llevarme días y días sin verlo. Cuando quema un punto
de venta, desaparece y se busca la vida por otros confines. Alguien me ha contado
que pasa el invierno en un pueblo de Jaén, al pie de un castillo de las
afueras.
Luego hace las Fallas, conoce la Semana Santa de todas las
capitales andaluzas y los pueblos grandes, incluso el Rocío.
-- ’La vida del vagamundo es difícil, ompare.
Pa esto no sirve cualquiera’, me dijo la última vez que estuvimos
charlando un rato.
Fuengirola,
febrero 2005