Pedro GPinto, aficionado a juntar letras. En setenta años que arrastra en su mochila no aprende. Jo

viernes, 18 de marzo de 2016

Bajamar


Hay placeres que la edad te va roñeando. A cambio, descubres otros que el Destino te tenía guardados. Cada mañana esta pequeña playa urbana, que termina en un pedruscal, se me ofrece como una tela virgen para que el pintor desastre que soy la profane con los manchurrones de mis huellas. 

Al este, el sol se va levantando entre la bruma. Cuando aparece, que muchos días se le olvida fichar. Al oeste hay siempre unas nubes colgadas esperando que el viento se decida hacia dónde soplar. Al norte el mar. Apacible a días, airado cuando retumba.

Camino con el oído bueno hacia el susurro, hoy, de las olas y al dar la vuelta diviso en la otra punta una camiseta rosa, una melena al viento y un perrillo jugueteando a su alrededor. Solo avanzando unos pocos pasos compruebo que viene descalza pisando la línea donde llega el agua. Maravilla. Hará unos diez grados y el agua debe estar fría. Cuando me la cruzo, compruebo que es una muchacha veinteañera que sin ser una belleza, tiene el encanto, bien repartido de su juventud. ‘Eres una valiente’, le digo. ‘Está buena’ y suelta una carcajada sincera a la que el perrillo acompaña con ladridos alegres.

Es temprano. Doy carrete a la imaginación y la veo llegando anoche de una ciudad universitaria con su mochila y el troly. Cansada tras días de exámenes y feliz de estar con los suyos. Ha madrugado y le ha faltado tiempo para venir a saludar al mar. A su mar. 

Durante un trecho la huella de mi calzado va paralela a la de sus pies desnudos.   
Como es hora de mi regreso, al abandonar la arena levanto mi brazo diciéndole adiós. Lo percibe y saluda manoteando como si fuera un amigo suyo de siempre. Qué poco he necesitado para sentirme dichoso esta mañana.

He vuelto hoy a mi alargada noria matutina. Es temprano. Recorro una y otra vez la arena de punta a punta pero la simpática ninfa de la camiseta rosa no aparece. Sí hay unas huellas de perro pero son mayores que las del suyo. El dueño o la dueña ha debido quedarse en el paseo marítimo sin pisar la bajamar. Desisto. Vuelvo a dejar volar la imaginación. Anoche se reuniría con sus amigos. Una mesa en una cafetería, en una taberna cruzando risas, anécdotas y ocurrencias. Tal vez con ese amigo especial del que de pronto empiezo a sentir unos celos delgados pero punzantes.


Qué tontería, me digo. Vale más que disfrute con el recuerdo de sus pies descalzos de ayer, del eco de su risa que me infundió un rayo de vida y de aquella mano diciéndome adiós desde el bullicioso encanto de sus pocos años.  

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