CARTAS A SÉNECA. I
Buenos días, don Lucio.
Ya entenderá que no le
digo eso tan manido de "allá donde esté". De lo que sí estoy seguro
que está en el pensamiento de cuantos leen al menos uno de sus aforismos, de
sus frases, todas ellas impregnadas de la sabiduría y el estoicismo de una
época convulsa en la que su propio discípulo, conocido como Nerón, ordenó su
muerte. Y usted se limitó a extender sus brazos y dejar que abrieran sus venas
hasta que no hubo sangre en su cuerpo para seguir alimentando su corazón y por
tanto su cerebro.
¿Es el alma la actividad
cerebral? Cuando las neuronas dejan de recibir el impulso vital de la glucosa y
el oxígeno ¿el alma desaparece? En menudo tremedal se dispersa el pensamiento
cuando de alma, espíritu, resurrección o reencarnación es el objeto de elucubraciones.
Seguramente sabe usted que enfrentar la propia muerte es uno de esos enigmas
que no tienen respuesta. Porque hay quien quisiera vivir la más extensa
longevidad, la vida no les resulta ingrata, pero quien padece el sufrimiento de
la vejez dolorida, de la pobreza física y espiritual, de la enfermedad
agobiante que produce inmenso padecimiento llega a desear la muerte como
descanso. No se plantea demasiado si va a tener alguna forma de existencia
después del adiós definitivo, solo desea descansar, dejar de sufrir. Dormir sin
dolor, dormir eternamente si no hubiera nada al otro lado de esa puerta
misteriosa.
Iba a glosar hoy una de
sus frases llenas de sabiduría y profundidad. Pero me temo que no he escogido
ni el modo, ni el momento, ni siquiera la posibilidad de que alguien lea estas pocas líneas. Así que con mi
reverencial saludo me despido de usted hasta la próxima.
Su atento aspirante a
discípulo,
Pedro.
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