Pedro GPinto, aficionado a juntar letras. En setenta años que arrastra en su mochila no aprende. Jo

lunes, 21 de diciembre de 2015


Mañanerías

Era redonda la mañana y uno se atrevía a mirar de frente al Padre Sol, que no era más que un disco naranja difuminado, una cuarta por encima del horizonte. Redonda la mañana y rumorosa porque la autopista, no tan lejana, no cesa de enviar durante las veinticuatro horas el sordo tronar que el viento trae. Es el viento perverso que desde Centroeuropa o más arriba, cruzando el Pirineo, nos acarrea frío y partículas. Nada bueno.

Pero merecía la pena adentrarse en el olivar y me había calzado para resistir el manto blanco de la escarcha. Poco a poco se fue perdiendo el senderillo que otro caminante había marcado y tuve que hacer camino al andar, como dijo el poeta. Sabía que no estaba lejos de encontrarme una nueva barrera civilizada –ancho camino de asfalto aún no en servicio- y seguí la senda que me iba marcando un terraplén paralelo. Al descender este, casi de improviso, se asoma a mi izquierda una comunidad de orantes negros, esqueléticos, con aire torturado. Se ha ocultado un rato el sol tras la bruma que se ha hecho más densa y los ilumina una luz gris que los hace más tenebrosos. Tal vez fue visión similar la que hizo escribir a GustavoA en El Monte de las ánimas:

…el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que cuando llega la noche de Difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales…


Pero no, es de día, no suena campana alguna y el sol se asoma, riendo de nuevo, para alumbrar lo que no es sino un campo de higueras descarnadas, oscurecidas por la humedad y esperando más fuerza del astro padre para revestirse de hojas suculentas y quién sabe si de higos dorados.

Antes de alcanzar esa pegajosa banda de alquitrán a la que he llamado barrera civilizada, aún me queda por desplegar una sonrisa. Es un frutalillo, no sé si manzano o pruno –por lo violáceo- ciruelo o algún otro, el que se ha revestido de blanco encaje de flores a lo largo de sus jóvenes ramas y parece una diosa hindú de múltiples brazos, vestida de gitana y levantando todos esos brazos a un tiempo hasta alcanzar con sus dedos los invisibles farolillos de la luz que ya revienta.

Junto al arroyo me esperan las múltiples voces de los pájaros que le cantan al nuevo día: distingo a los diminutos chamarices, a los desvergonzados gorriones, a los mirlos eclesiásticos y con tanta o menos vergüenza, pero sé que ha de haber jilgueros, currucas, carbonerillos y tantos otros, que daría mucho por poderlos reconocer. No está la garza en su torre-olivo desde donde se proclama reina de este rincón de fauna menor. Las pollitas de agua picotean por las orillas como mansas muchachas de pueblo que estuvieran tendiendo ropitas de niño recién lavadas. De pronto desde la laguna vuela veloz la collera de patos, como una doble flecha asustada, porque distingo, más claro y de nuevo, el ¡pum!... ¡pum!... que ya percibí en la lejanía y que supongo que es un matasilencios, o sea un humano de minicerebro que aprovecha la mañana dominguera para jugar con una maquinita de lanzar platos e intentar romperlos con su escopeta que Satanás confunda. Pero ni siquiera esto va a conseguir romperme el fanal transparente de una mañana que ya se está haciendo mozuela.

jueves, 10 de diciembre de 2015

(De un viejo blog)


Postrimerías. O no.


 (*) Se despereza noviembre, recién levantado, con el sol rascándole los pies de agua. Es fiesta. Fiesta de vivos y muertos, de recuerdos y de enloquecida algarabía de disfraces. Estas calabazas redondas, con ojos y dientes –mi caasa… teléefono…- que se han impuesto a otras viejas costumbres de campanas doblando a muerto y mujeres de negro que entraban con velo en las iglesias.

No voy a hablar de un largo paseo junto al mar, donde me ha sorprendido y arrancado la sonrisa una joven madre que recupera su perfil de tierna gacela, corriendo y llevando por delante el cochecito triciclo del bebé que le ha nacido hace poco. O quizás sí deba referir que en el lomo del mar, justo encima de la línea del horizonte, cabalga hacia poniente un carguero de esos que semejan altos bloques de pisos. En la lejanía parece un trozo de ciudad que se echó a flotar. De cerca, solo será una aglomeración de contenedores que solo Dios sabe qué puedan llevar dentro. Buen viaje y buena mar, le digo bajito.

Recordándome viejos años huelvanos, una draga alivia la bocana del puerto aspirando arena –y cieno, ciertamente- y arrojándola en una playa poco concurrida. El padre sol se encargará de dorarla de nuevo, de purificarla con su calor y el viento esparcirá hasta que se volatilice, su poco agradable aroma. Allí en la ría, donde Odiel y Tinto se hacen unos solo, era la Britannia, casi un fósil de hierro renqueante y quejumbroso con chirridos de óxido, la que arrancaba el lodo del fondo y lo vomitaba en dos sucios lanchones que se alejaban cargados hacia mar más profundo.

Los veraneantes de invierno, disculpadme la paradoja, los viejos que han llegado hace poco desde sus tierras del norte de Europa, ya están como lagartos de rojas caparazones que pronto se harán cobrizas, disfrutando del sol para el que invirtieron sus ahorros. Leen libros de segunda mano, toman café en la terraza más barata y no dudan en comprarse algo de ropa usada en la tienda benéfica de ayuda a los enfermos de cáncer.

Puente. El país de los puentes y los viaductos. Solo que de ese ocio de unos pocos, cada vez menos, y de esos ancianos de pueblo que tal vez ven por primera vez el mar, sobrevive una de las pocas industrias que nos quedan.

Mi amigo, el embajador de Triana, me recibe en su sucio chiringuito donde, a pesar de los pesares, me gusta entrar solo por escucharlo un rato. Tiene a la puerta un cartel: Horario. Apertura: Cuando llega el dueño. Cierre: Cuando se tercie. No se enfada cuando le digo, Ponme el café en una taza limpia. Por la camisa entreabierta le asoman unos abrojos de abundante pelo cano. Igual que el bigote. Ambas capilosidades las conocí casi negras. También tenía mejor voz y era incansable cantando una tras otra, sevillanas que decía que había compuesto él. Tiene un abigarrado “santuario” con fotos y carteles: artistas, banderines, carteles. Pensando bien, creo que ese es el motivo por el que no limpia mucho.

Salgo de nuevo al sol y de todo esto vengo a concluir que merece la pena seguir viviendo.

(*)Ya sé, ya sé. Esta página debió publicarse a principios de mes. Pero es que últimamente el calendario y yo no nos llevamos demasiado bien. Sabed disculparme.

domingo, 16 de marzo de 2014

La reina doña Juana de los tristes destinos

El atuendo de doña Juana de Castilla en los dos retratos hechos por Juan de Flandes que de ella se conservan, es digno de resaltar: el primero (colección Thyssen-Bornemisza y el segundo en el museo de Viena) merece la pena comparar con el del gemelo de Don Felipe. Aparte de ganar a su esposo en atractivo, se observa que del recatado vestido del primer retrato se pasó a uno de escote generoso, y desapareció el ligero estrabismo divergente.


En ambos retratos irradia una lozanía incitante.  Qué lejos del de Pradilla con el mirar lúgubre, la expresión enajenada, los paños y velos negros batidos por el viento inclemente de la estepa castellana junto al ataúd de su esposo el Hermoso. Sin embargo es este último el que la mayoría conocemos. 




Posteriormente la iconografía que recoge al fallecido  resalta la hermosura de don Felipe que debió de ser como la de tantos personajes encumbrados, de tipo dinámico: excelente bailarín, jinete y justeador, se prestaba a un cierto lucimiento al que su adorno hecho por los mejores sastres, joyeros y artífices de armaduras, colocado todo en el pedestal de su alcurnia y poderío dio aureola, que, una vez calificada de hermosura, no dejó posible resquicio a la valoración objetiva en este terreno por sus contemporáneos, entre los que estaba su esposa. Es pues llamativa la evolución en el atuendo de Juana en los dos retratos hechos por Juan de Flandes que de ella se conservan: el citado de la col. Thyssen-Bornemisza y el segundo en el museo de Viena, al lado del retrato gemelo de Don Felipe. 

Aparte de ganar a su esposo en atractivo, se observa que del recatado vestido del primer retrato se pasó a uno de escote generoso, y desapareció como se ha dicho el ligero estrabismo divergente. En ambos retratos, muy diferente del distanciamiento que palpita en los otros dos. Curiosamente, Talavera da más importancia a la recatada ocultación del pecho masculino que del femenino: Es mengua de buena vergüenza traer descubiertas algunas partes del cuerpo... Así como a los varones y aún a las mujeres es vergonzoso traer descubiertos los pechos... verdad es que las mujeres que crían deben traer las tetas ligeras de sacar. 

El pecho femenino está además sacralizado; la representación preferente de la Virgen en el siglo XV español es la de la Virgen Lactante, que con rotundidez castellana se suele llamar Virgen de la Buena Leche. Con la influencia del Renacimiento italiano en el resto de Europa, los vestidos para las cortesanas en los banquetes aparecen potenciando el valor erógeno del pecho femenino. 




Doña Juana cuando embarca en Laredo  en una flota de 120 barcos con una pequeña corte y un ejército de 15.000 hombres, para ser duquesa de Borgoña había sido educada con gran esmero; manejaba con soltura el francés y el latín (discípula fue, como su madre, de Beatriz Galindo, La Latina), y tañía varios instrumentos de música, para la que tenía disposición. 

Don Felipe, fascinado por el atractivo de su prometida, rompe todo protocolo y exige una apresurada bendición del capellán, pues no puede esperar a la boda oficial para la consumación inmediata de un amor irrefrenable. El efecto destructivo que la capacidad amatoria del hijo del emperador Maximiliano provoca un trauma en la hija de los Reyes Católicos, educada para una llamativa endeblez para el himeneo y por ello le cuesta a Juana la razón. Consumido en los excesos físicos del amor, muere a los pocos meses el príncipe. 

Éste es, al menos, el dictamen unánime de médicos y allegados. Aunque, por supuesto, no fue ésta la causa de la muerte (a nadie le está dado un tan dulce fin; el instinto se agota por su propia saciedad antes de que pueda producir daño), sin embargo es importante que la familia toda así lo creyese. Esta tragedia, que privó de un rey a España, queda latente en los consejos que nuestros reyes van dando a sus descendientes. Fernando el Católico se opone, retrasando el matrimonio de su nieto don Carlos, a que tenga el mismo riesgo que su padre y le hará graves recomendaciones sobre la templanza necesaria en el matrimonio, argumentando con la triste suerte de su padre. 

La psicosis de doña Juana adopta como tema preferente, durante alguno de sus episodios, el amor y los celos, lo cual no significa que enfermase de amor ni de la frustración de no verse correspondida, cuando el hielo de la muerte se ha interpuesto entre ella y su amor amado. El contenido del delirio de los enfermos mentales no guarda siempre relación de causa-efecto con la psicosis. Los primeros síntomas de un cambio de personalidad ocurren durante la primera estancia en Flandes, y se plasman en un desflecamiento de la personalidad, una conducta insípida, plena de absurdidades, un desinterés progresivo de los deberes y pérdida de la resonancia afectiva para una serie de situaciones, que se acentúa durante el primer embarazo convirtiéndose en embotamiento emocional. 

El confesor de doña Juana capta este despego sentimental, pero no pudiendo valorarlo como patológico, da otra interpretación que transmite por carta a la reina doña Isabel: "<i>Doña Juana... tiene duro el corazón, crudo y sin ninguna piedad</i>. Todavía hoy muchos historiadores tratan de racionalizarlo, atribuyendo el despego de doña Juana a una especie de alienación social , por el aislamiento de los suyos, verdadera cárcel psicológica a que la corte flamenca la va sometiendo, y ésta y las demás variantes de comportamiento a una especie de mecanismos de defensa contra la pérdida de su esposo. 



Vienen después más de cuarenta años en el enclaustramiento de Tordesillas, donde naturalmente desarrolla una serie de rarezas y de conversaciones incongruentes y de ahí le sobreviene un mote para Historia: la Loca.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Vicente en su laberinto

                  Tenía el cabello rojo como las nubes del sol poniente y unos ojos grandes y profundos que alcanzaban a ver el interior de las cosas. Vincent nació justo en la mitad del siglo XIX, en el que el mundo comenzó la modernidad.

Fue marchante en una galería de pintura en su juventud. Después inició una carrera clerical con estudios de Latín y Griego en los que fracasó. Trabajo luego en las minas y llevado de uno de sus arrebatos, repartió su buena ropa entre los mineros que vivían en la miseria.

No fue sino a los treinta años cuando decidió dedicarse a la pintura. Se dice que no vendió en su vida ni un solo cuadro. Por ello dedicó sus girasoles y sus lirios a adornar las paredes de su escueta habitación.                  
                                     

Curiosamente sus cuadros evolucionaron desde tonos oscuros a una profusión de colores vivos y alegres.

Vincent, un espíritu atormentado por su enfermedad mental es uno de los pintores más famosos de la historia.

martes, 4 de marzo de 2014

Otra puerta se abrirá

Max Estrella, ciego y abatido. Madama Collet, su esposa le reprende o anima. Otra puerta se abrirá, le dice. Es la voz de la esperanza, del afán de encontrar si no la luz perdida, sí la manera de buscar otros senderos.

¡

Veo, y veo magníficamente!, casi ruge el escritor alucinado. -¿Pero qué ves? le interroga su esposa y Max responde: ¡El mundo ¡Las cosas que toco, para qué necesito verlas!


Ha caído en un sopor pesado, ayuno de alcohol, el escritor indigente y de él sale cuando oye la voz de don Latino, del compañero fraternal que le llama hermano, hablando de las míseras pesetas que ha obtenido y que según dice, Max había dispuesto noblemente de ese dinero. 

-¡Oh, querido, con tus generosidades nos has dejado sin cena! exclama Madama Collet, apagando el triste candil de su esperanza. 

-  ¡Idos todos al diablo! ruge de nuevo el poeta, 

   
                               como toda contestación.